Las ciudades son materia prima para el pensamiento, el arte, la creación, la cultura… El territorio marca, modela e influye a los creadores. Es el caso de Miquel Navarro. Es en su Mislata natal, en las acequias de los campos, en las tierras que labran los vecinos, en la casa familiar del barrio de la Morería o en las fábricas del pueblo, donde el escultor toma las referencias que desarrollará en su trayectoria futura. De niño, toma elementos de su entorno que proyectará en sus ciudades de terracota, zinc, barro...

Todo lo que se ve, todo lo que se vive y todo lo que se siente alimenta el lenguaje del artista. La huerta, los corrales, los insectos, el agua de las acequias, el barro y las chimeneas industriales conforman la infancia de Navarro, que no es ajeno a la cercana Valencia. Esa fisonomía determinará las ciudades imaginadas del escultor.

Afortunadamente, el arte no se ciñe a la realidad. Las ciudades miquelíticas no son asideros de objetividades; son metafóricas, llenas de simbología y significados. Las urbes son producto de la historia, símbolo del poder y del territorio donde el ser humano reúne sus conocimientos y obsesiones, sus deseos y sus frustraciones, sus éxitos y sus fracasos. En ellas permanecen lo inhóspito de la intemperie, la desazón de lo inhabitable, la soledad de las grandes vías y el vacío de lo perdido. Todo esto se puede apreciar en las creaciones de Miquel Navarro, una obra que invita a confrontar ideas.