Las máscaras nos han acompañado desde el principio en nuestra singladura como especie. En la Grotte des Trois-Frères, en la Occitania francesa, un dibujo grabado a la pared hace entre 17.000 y 20.000 años representaba un tipo de brujo o chamán que lleva una máscara de animal mientras baila. El chamán danzante, lo denominaron los especialistas. Se trata de una figura teriomórfica o zooantrópica: al ponerse la máscara, el ser humano intentaba atribuirse los poderes del animal, en un momento en que nuestros antecesores eran —a la vez— presas y cazadores, víctimas y victimarios. Parece evidente, pues, que los primeros usos de las máscaras fueron simbólicos y rituales, cultuales y culturales: cuando el animismo primigenio dio paso a las primeras religiones, los dioses solían tener figura humana y cabeza de animal. En el antiguo Egipto, Horus era un halcón, Ptah un buey, Sejmet una leona. Miles de años después, estas máscaras primitivas despertaron el interés y la curiosidad de artistas vanguardistas como Picasso, que creó su propia serie de máscaras de apariencia prehistórica.
Los usos profilácticos de máscaras y mascarillas también son muy antiguos. Plinio el Viejo contaba, en su Historia natural —escrita en la segunda mitad del siglo I d. C.— que los trabajadores del cinabrio improvisaban un tipo de mascarillas hechas con pieles de vejigas blandas de animal para evitar inhalar el polvo nocivo del mineral cuando lo trituraban para fabricar pigmento rojo. Mucho más tarde, en los siglos XVII y XVIII, los médicos también usaban máscaras especiales con fines igualmente preventivos: hay varias imágenes en las que se puede ver cómo se protegían de los enfermos de peste a los que trataban cubriéndose todo el cuerpo con una túnica larga y la cara con una máscara con forma de pico de ave, un largo pico donde se depositaban un puñado de sustancias aromáticas para impedir el contagio de la peste, puesto que —según la teoría miasmática de la enfermedad entonces imperante— la gente se contagiaba a través del aire «pútrido». Ya en el siglo XIX, Paul Berger fue el primer cirujano a usar una mascarilla facial —hecha de tisú — en una operación quirúrgica. Fue a París, el 1897.
Sin embargo, había una larga historia detrás de esa simple mascarilla. Gracias al microscopio que él mismo se construyó, el neerlandés Antonij van Leeuwenhoek fue seguramente la primera persona que pudo ver los animálculos, aquellos animales que solo son perceptibles con la ayuda del microscopio. A pesar de que Leewenhoek hizo sus descubrimientos a finales del siglo XVII, no fue hasta doscientos años después —a mediados del siglo XIX— que Louis Pasteur asentó las bases de la teoría microbiana de la enfermedad, según la cual los microorganismos —virus, bacterias, protozoos, hongos o priones— son los causantes de un gran número de nuestras enfermedades. La mascarilla quirúrgica evitaba que médico y paciente intercambiaran gérmenes potencialmente nocivos.
No deja de ser curioso, pues, que —20.000 años después— máscaras y mascarillas hayan vuelto a recuperar su función primordialmente simbólica. Cultural. Artística. Por eso el MuVIM quiere, con esta exposición, prestar atención a un objeto tan aparentemente modesto que condensa, sin embargo, una gran historia detrás. La de nuestra vulnerabilidad. Pero también la de nuestra firme determinación de sobreponernos a ella.
El MuVIM ha pedido a un puñado de artistas nacionales e internacionales que nos hablen de los efectos de la pandemia utilizando la mascarilla como soporte de su creatividad. Por otro lado, periodistas culturales y comisarios de exposiciones han aportado textos en los que reflexionan sobre estos tiempos tan inciertos. Sus contribuciones se pueden ver en el sitio web que el museo ha creado ex professo para alojar las obras de unos y los textos de otros
Se saben, todavía, pocas cosas del SARS-CoV-2, el virus que ha provocado la pandemia más grave desde la mal llamada «gripe española» de principios del siglo XX. Pero, como en todas las pandemias, sabemos que las aglomeraciones humanas son focos de contagio masivo. Ahora el mundo está mucho más lleno de personas que hace un siglo y la mayoría son metropolitanas: viven en grandes ciudades, megalópolis incluso. Pero un síntoma de que esta pandemia es ubicua y afecta a todo el mundo es que se ha esparcido incluso por las zonas más aisladas y menos densamente pobladas del planeta: Rodrigo Petrella, que ha diseñado esta mascarilla aprovechando la misma decoración con la que los miembros de una tribu de la Amazonia decoran su cuerpo, se contagió y desarrolló la enfermedad del COVID-19