Las imágenes ubicadas en el espacio público existen desde que el hombre vive en sociedad. Antes de la aparición de las grandes pantallas electrónicas, la más espectacular solución gráfica desarrollada hasta el momento fueron las gigantografías, impresiones de imágenes digitales sobre lonas sintéticas, acetatos o polivinilos. Es el caso de esta obra del artista valenciano VINZ: una enorme lona de 700 m2 construida mediante la adición de numerosas imágenes fotográficas posteriormente retocadas digitalmente para componer un gran friso corrido con evidente carácter mural.

Las imágenes muestran 64 balcones en recuerdo de aquellos 64 días que pasamos confinados domiciliariamente, asomándonos puntualmente a las ocho de la tarde a un exterior común para aplaudir, rendir homenaje y darnos ánimo mutuamente. En el dintel de los balcones aparecen fotografiadas 146 personas voluntarias, todas diferentes y entre los 18 y 77 años, que posaron desnudas para el artista, quien sustituyó las cabezas humanas por otras que pertenecen a los animales de su bestiario particular —pájaros, reptiles, peces, toros, ranas, conejos y felinos— a los que añadió en esta ocasión otros en peligro de extinción, como el lince ibérico, el águila real y el lobo. Porque todos nos sentimos así en aquellos días: desnudos e indefensos ante el virus, como una especie amenazada que había que proteger con medidas drásticas y hasta entonces inéditas.

La obra de VINZ —este es un buen ejemplo— conjuga de manera consciente las herramientas de los anuncios comerciales y el potente impacto visual del arte urbano. Esa fructífera yuxtaposición creativa entre pintura moderna y publicidad exterior desparramada sobre las grandes ciudades existe desde principios del siglo XX. Muchos de sus protagonistas fueron reconocidos pintores postimpresionistas del París finisecular. Allí donde el mercado generó la fuerza económica suficiente, se produjeron grandes series de vistosos carteles y se fabricaron los antecedentes del mobiliario urbano y las vallas publicitarias. 

Por otra parte, a finales de la década de 1960 empezaron a verse en la calle gestos gráficos sobre cualquier soporte fijo o móvil: firmas y garabatos, dibujos trazados con rotulador o aerosol. Práctica que continuó primero con el graffiti y ahora con el street art. Se trata de expresiones gráficas situadas al margen —y muchas veces en contra— del mercado y sus requerimientos. Expresiones que enlazan con una tradición emotiva, un arte popular enraizado en la pintura mural y poco practicado en nuestro país: se puede detectar en los inicios del muralismo mexicano en Ciudad de México o Guanajuato y más tarde en todas las grandes ciudades de las Américas, en Belfast o en Jerusalén. Hasta Los Ángeles o Chicago son ciudades amigas de los murales.

En definitiva, la pintura mural urbana —o, como en nuestro caso, las gigantografías murales— dotan de carácter al lugar cuando se integran en el espacio público, porque recuerdan su identidad y despiertan la memoria. La de aquellos días en que los balcones y las ventanas se convirtieron en espacios vivenciales, lugares habitados de reconocimiento recíproco e intercambio social.

Juan Canales
Universidad Politécnica de València